Este lugar era conocido por los Maoríes, pero los Europeos tardamos un poco más en encontrarlo. El capitán Cook pasó por la costa pero no se atrevió a entrar en el fiordo, temiendo que el viento le impidiera salir. Los primeros marinos en adentrarse por los 15 kilómetros del fiordo lo hicieron hace 200 años, y los relatos de las maravillas que vieron hicieron que comenzase una industria decimonónica de cruceros turísticos provenientes de Australia (2000 kilómetros al Oeste) o rodeando completamente la isla Sur de Nueva Zelanda desde Dunedin. El acceso por tierra no fue posible hasta que en 1888 se abrió la senda de Milford Track. El acceso rodado solo fue posible a partir de 1956 con la apertura de una precaria carretera de montaña y un estrecho túnel que todavía hoy constituyen la única vía de acceso, cuando las avalanchas y las inundaciones lo permiten.
Llegué a Milford Sound tras atravesar las montañas por Milford Track. Al fondo del fiordo hay una minúscula localidad que es básicamente un intercambiador de transportes: cuenta con una terminal de autobuses (la mayoría de turistas llegan tras un viaje de 5 horas desde Queenstown), un puerto para embarcar en uno de los múltiples cruceros de 2 horas que recorren el fiordo, y un diminuto aeropuerto para pequeños aeroplanos y helicópteros. Esa tarde el cielo estaba parcialmente cubierto, pero el viento era intenso y anticipaba tormenta. Y así fue: a la mañana siguiente, cuando realicé el crucero, la lluvia era torrencial y los vientos huracanados. Los visitantes no deben esperar otra cosa: Milford Sound recibe entre 6 y 9 metros de lluvia cada año. Para poner esa pluviometría en perspectiva: ni Oviedo ni Gijón alcanzan 1 metro de lluvia al año.
Lejos de arruinar la visita, el diluvio hizo que el paisaje fuera aún más increíble. El fiordo es un cañón de 15 kilómetros de longitud y 3 de ancho. Las paredes son casi completamente verticales, con una altura de entre 1200 y 1500 metros, prolongándose varios cientos de metros más por debajo de la superficie. Hay varias cascadas permanentes, pero la lluvia había convertido las laderas en cortinas de agua. Los vientos huracanados rizaban las aguas negras y, al impactar contra las laderas, desviaban las cascadas o incluso en algunos casos invertían el flujo, haciendo que el agua subiese nuevamente hacia el cielo en lugar de caer al mar. En las orillas, colonias de pingüinos se remojaban en las rocas.
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